viernes, 8 de abril de 2016

Salud y enfermedad: Siglo XIX



Un poco de historia de la salud y enfermedad

El discurso científico en el siglo XIX. Su concepción anatomoclínica. 

Generalidades
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La enseñanza de la medicina se vuelca hacia los hospitales.

Se crean cátedras clínicas debido a que la enfermedad y la muerte son grandes maestras, y las lecciones que allí se pueden extraer no pueden encontrarse en otro lado.

Se establece un pacto entre la pobreza y la riqueza.


Los enfermos pobres, carentes de recursos, recibirán atención médica siempre y cuando acepten convertirse en espectáculo. 

Los enfermos ricos, sostendrán estas instituciones, puesto que allí se producen los conocimientos que el de mañana su propio cuerpo puede requerir. De aquello que puede estudiarse en el lecho del enfermo dependerá su futura suerte. Para los menesterosos es el interés que deben pagar por ser atendidos: Por un lado es en interés de la ciencia, y por otro, por la salud de aquellos que sostienen con su bolsillo el funcionamiento del hospital.

Y en este campo donde el saber se reorganiza, la mirada tiene la función de entender un lenguaje, allí donde lo que se percibe es un espectáculo.

Si las teorías mueren en el lecho del enfermo, como sostenía la escuela de Cos frente a la de Cnido, en la Grecia clásica e Hipócrates, basándose en su método la observación cuidadosa de casos, se hacía indispensable una mirada capaz de observar y descifrar el lenguaje de los síntomas.
Para Foulcault, si la observación comprende el lenguaje de la naturaleza, la experimentación la interroga. Pero entre la observación de aquello que se ofrece como espectáculo y el desciframiento de un lenguaje hay un salto, una ruptura.
Sólo se puede interrogar en el mismo idioma en que la naturaleza habla. Y ello requiere un aprendizaje. Se interroga al cuerpo a través de instrumentos que son los sentidos. La mirada ya no busca por detrás de lo sensible la esencia misma de la enfermedad sino que “se extiende sobre un campo abierto donde va registrando y totalizando a través de una lectura que comprende un antes y un después; se despliega en un mundo que es el del lenguaje como forma privilegiada del decir en el sentido de lo que está dicho (las organizaciones inmanentes a las que dirige su mirada) y lo que se dice (el nombre con que las reconstruye); el vistazo se dirige a un punto central, traza una línea que deslinda lo esencial, supera la apariencia de lo sensible.
Ya no es la mirada que trata de escuchar un lenguaje, sino el índice que denuncia y destruye mitos. Los médicos utilizarán permanentemente la metáfora del tacto para definir el vistazo. Se inaugura un nuevo espacio, el espacio del cuerpo en su opacidad, en su secreto, donde se ocultan lesiones invisibles a las cuales sólo a través de la autopsia se podrá acceder. Todas estas modificaciones de la clínica han preparado el campo de la anatomía patológica. Es la ruptura en la tradición de la medicina occidental, que realiza Bichar, famoso anatomista”
Desde que Cabanis dijo: “La naturaleza ha querido que la fuente de nuestros conocimientos fuera la misma que la de la vida”. O sea que equipara el saber de la vida con la misma vida, el salto teórico es inmenso.
La vida ahora es un oscurecimiento ante lo que la muerte es capaz de revelar. El saber de la vida sólo es posible a partir de su destrucción. El secreto que la vida encierra será develado con la muerte.
Decía Bichar: “Usted podría tomar durante veinticinco años de la mañana a la noche notas en el lecho de los enfermos sobre afecciones del corazón, los pulmones, de la víscera gástrica, y todo no será sino confusión de los síntomas que, no vinculándose a nada, le ofrecerán una serie de fenómenos incoherentes. Abrid algunos cadáveres: veréis desaparecer enseguida la oscuridad que l observación sola no habría podido disipar…”
Pero esta supresión del individuo posibilita el primer discurso científico sobre éste desprendiéndose la enfermedad de la metafísica del mal que traía sobre sí desde tiempos remotos. La enfermedad puede ser descifrada desde la muerte, al lenguaje y la mirada. Y así como la psicología nace de la sinrazón, o sea de la conducta humana en tanto se torna problemática, la ciencia del individuo nace con la anatomía clínica que trabaja sobre los cadáveres.
Detrás de las membranas del cuerpo, la mirada persigue la lesión que sería posible descubrir con la necropsia. Pero hay enfermedades muy de modo hacia mediados, fines del siglo XIX que no descubren huella orgánica alguna. Y entre ellas encontramos la histeria, debida en gran parte a los cambios sociales que se han producido en este siglo. La producción en serie transforma al hombre en engranaje dentro de una gran maquinaria. La moral victoriana supone también un modelo mecánico donde las pasiones no tienen cabida. La enfermedad mental se extiende y la concepción anatomo-clínica no puede explicarla. Lo que organiza el discurso anatomo-clínico es el imperio de la mirada. La verdad que se articula en el síntoma de las neurosis requiere de otra estructura. El síntoma habla su propia lengua. Sólo podrá ser descifrado si hay escucha.
Charcot supone que si bien no es posible hallar lesión alguna en la necropsia de la histérica, dado que la paraplejia histérica repite el cuadro de la paraplejia por lesión orgánica espinal, es posible suponer que en la médula del histérico se ha producido una lesión pasajera, mínima capaz de regresión inmediata, pero lesión, ni menos material ni menos exquisitamente localizada.
En 1884 llega a París, atraído por el prestigio que rodea a Charcot, un joven neurólogo vienés, llamado Sigmund Freud, durante 1885 y 1886 Freud acude a la clínica de Salpetriere, donde las histéricas llenan las salas. El gran neuropatólogo francés logra probar, entre otros importantes hallazgos, debidos a continuas observaciones clínicas y experimentos de estímulos y extirpación realizados en sujetos vivos, con ocasión de intervenciones quirúrgicas, que el tercio medio de las circunvoluciones centrales integraban el centro correspondiente a las extremidades superiores y el tercio superior, el de las inferiores, existiendo una ordenación horizontal de la región motora y no ordenación vertical como se suponía con anterioridad a este descubrimiento.
Charcot le encarga a Freud la tarea de realizar un estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas y las parálisis motrices orgánicas y las parálisis histéricas, trabajo que escribirá entre 1892 y 1899. Su concepción en ese momento diferirá ampliamente de las hipótesis de Charcot mencionadas más arriba.
Dice Freud: “(…) Charcot afirma repetidamente que se trata de una lesión cortical, pero puramente dinámica o funcional. Es esta una tesis que se comprende bien el lado negativo. Equivale a afirmar que en la autopsia no se hallará modificación alguna apreciable en los tejidos. Pero desde un punto de vista más positivo su interpretación está muy lejos de hallarse exenta de equívocos. ¿Qué es, en efecto, una lesión dinámica?... La lesión dinámica, es, desde luego, una pero una lesión de la cual no se encuentra en el cadáver huella alguna, como un edema, una anemia o una hiperemia activa. Pero tales lesiones existen y son verdaderamente lesiones orgánicas, aunque no persistan después de la muerte y sean ligeras y fugaces. Es necesario que las parálisis producidas por lesiones de este orden compartan en todo los caracteres de la parálisis orgánicas…”
La lesión de la parálisis histérica debe ser completamente independiente de la anatomía del sistema nervioso, puesto que la histeria se comporta en sus parálisis y demás manifestaciones como si la anatomía no existiese o como si no tuviese ningún conocimiento de ella. Muchos de los caracteres de las parálisis histéricas justifican en verdad está afirmación. La histeria ignora la distribución de los nervios, y de este modo no simula las parálisis periférico espinales o de proyección. No conoce el quiasma de los nervios ópticos y, por tanto, no produce la hemianopsia. Toma los órganos en el sentido vulgar, popular, del hombre que llevan: La pierna es la pierna hasta la inserción de la cadera, y el brazo es la extremidad superior, tal y como se dibuja bajo los vestidos.
Ya no se trata del cuerpo de la concepción anatomoclínica. El cuerpo que es posible disecar para hallar los huesos, músculos y articulaciones, así como el recorrido nervioso… Está en juego un cuerpo otro, un cuerpo imaginario, pero cuya efectividad se pone de manifiesto en los fenómenos de fragmentación funcional propios de la histeria. Las zonas histerógenas como símbolos mnémicos… Cuando el sujeto sea presionado en algna de ellas, no será el dolor sino el placer lo que se dibuja en su rostro, porque allí lo que se metaforiza es de otro orden que el cuerpo concreto que lo expresa. A través de la conversión, el símbolo vuelve al cuerpo, y en ese lugar aparece un síntoma. El camino terapéutico será encontrar las representaciones, las palabras a las que el síntoma sustituye. Reinscribir una historia que no es evolutiva sino que está atravesada por el deseo y que habla allí donde no se espera oír nada. Es un discurso que se realiza a espaldas del yo y de la conciencia. De su supresión es posible dar con el sentido de los síntomas, acceder desde ello a lo que en ellos se habla desde otro lugar.

El cogito cartesiano ha sido destronado. A partir desde este momento “Pienso, luego soy”, se ha transformado en “Soy donde no pienso, pienso donde no soy”.

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