viernes, 1 de abril de 2016

Salud y enfermedad: tiempos del saber: el siglo XVIII




La clínica del siglo XVIII

Señalábamos, en otros apuntes, que la espacialización secundaria exige una mirada sobre el individuo que conduce al estrechamiento de la relación médico paciente. 

La clínica, entonces, en el siglo XVIII, aparece como el tiempo positivo del saber, así como todo lo que perteneciera a los sistemas constituye su tiempo negativo. 

En la antigüedad los jóvenes médicos aprendían al lado de sus maestros, junto al lecho del enfermo e Hipócrates mantuvo en armonía la observación y la teorización, fue el último en hacer esto.

Después, la filosofía se introduce en la medicina y con ella los sistemas. 

El saber se transforma en un saber ciego, puesto que la observación es un estorbo, se trata de un saber sin mirada.

La práctica abreva en un saber esotérico, del cual participan algunos privilegiados. La clínica retoma el contacto con la verdad de origen, nunca la experiencia médica había puesto en duda el estudio de casos y cantidades de documentos desde el Renacimiento, lo confirman.

los establecimientos de salud a fines del siglo XVIII

Pero a fines del siglo XVIII, los establecimientos clínicos adquieren una enorme importancia. 

No toman todo los casos que se presentan sino que su función o el criterio según el cual seleccionaban tenía por objeto hacer sensible y reunir el cuerpo organizado de la nosología. 
Así, tal vez el ejemplo más tipificante sea el de la clínica de Edimburgo, donde es posible encontrar reunidos los casos más adecuados para instruir.

La clínica, antes de ser encuentro entre médico y enfermo, se constituye como campo nosográfico bien estructurado. 

El enfermo no es, sino el soporte de la enfermedad. Lo que a través del cuerpo singular no hace sino enunciar su verdad. En el espesor del cuerpo lo percibido no es sino lo que se nombra. Lo que allí, detrás del enfermo en el hospital, se esconde es una palabra. No se trata del examen de un enfermo sino más bien de un desciframiento. 

La minuciosa investigación del estudiante, es recompensada por la verdad sintética del lenguaje.

La enseñanza es la transmisión de un saber que se transforma en empírico, si como dice Bachelard –el saber recibido es psicológicamente empírico, el saber transmitido es racionalismo, en tanto es la experiencia condensada psicológicamente de una experiencia anterior.

Vemos entonces en todos estos intentos de explicación, de teoría que podemos considerar, siguiendo a Bachelard pertenecientes a un estado pre-científico del conocimiento, la profusión de imágenes características del primer obstáculo con que se encuentra el conocimiento científico: la seducción de la observación básica. No habrá más que describirla y maravillarse.
Bachelard llama a este primer estado del que partiría el espíritu científico, el estado concreto; se apoya y se recrea con las primeras imágenes del fenómeno. Le sirve de continente una literatura filosófica que alaba la naturaleza y, simultáneamente, glorifica la unidad del universo y a la diversidad de las cosas. Este sería uno de los primeros obstáculos a vencer en la estructuración del espíritu científico: la experiencia básica es decir, la experiencia colocada por encima y arriba de toda crítica. Y que si no esta experiencia que deja afuera la crítica tiene que ver con la opinión. La opinión no conoce que traduce necesidades en conocimientos y por ello piensa mal.
Al pretender conocer un objeto por su utilidad se prohíbe conocerlo. Lo que muestra que ningún conocimiento puede fundamentarse sobre la opinión. Antes más bien es necesario destruirla, y surge pues como el primer obstáculo a superar, “El espíritu científico nos impide tener opinión sobre cuestiones que no comprendemos, sobre cuestiones que no sabemos formular claramente. Ante todo es necesario plantear los problemas. Y dígase lo que se quiera, en la vida científica los problemas no se plantean por sí mismos. Es precisamente este sentido del problema el que indica el verdadero espíritu científico. Para un espíritu científico todo conocimiento es una respuesta a una pregunta. Si no hubo pregunta, no puede haber conocimiento científico. Nada es espontáneo. Nada está de lado. Todo se construye… Un obstáculo epistemológico se incrusta en el conocimiento no formulado…”.
De esta manera, un hábito de pensamiento, al enquistarse puede trabar la investigación. Y así señala Bergson que nuestro espíritu tiene la tendencia a asociar claridad de una idea y utilidad de la mima, se le adjunta a la misma un valor que no le es intrínseco. Adquiriendo de ese modo una claridad abusiva. Con el uso las ideas se valorizan indebidamente, “un valor en sí, se opone a la circulación de los valores. Es un factor de inercia para el espíritu”.

A los ojos embobados de la experiencia básica, el animismo que impregna las explicaciones que hemos leído ocupaban el siglo XVII polemizando entre sí, a la profusión de imágenes se procede a la generalización, a la creación del primer sistema que intenta dar cuenta de las generalidades, primer aspecto. Esto se observa con claridad en los experimentadores jóvenes tan dispuestos a observar lo real en función de sus propias teorías.
Todo aquello que en lo real exceda la teoría no será tomado en cuenta. Así lo real existe sólo en función de confirmar la teoría. Y que, si esto es lo que hallamos en la modalidad clasificatoria del siglo XVIII. En el ojo clínico que busca más allá del enfermo, la esencia de la enfermedad, oscurecida, empañada por las características particulares de quien la soporta.
“De la observación al sistema, se va así de los ojos embobados a los ojos cerrados”. Y en esta oscilación con que tropieza el epistemólogo, seguimos el movimiento de la cosa misma, del conocimiento ante sus propios obstáculos. Parece una ley, un hecho de que los errores se presentan como pares de obstáculos, al intentar vencer uno se caerá en el opuesto. Esta regularidad en la dialéctica de los errores no parece provenir del mundo objetivo sino de la actitud polémica del pensamiento frente al mundo de la ciencia.
Todo ello no hace sino demostrarnos que el conocimiento del objeto no es fácil ni inmediato y que implica el vencimiento y la ruptura con obstáculos inherentes al pensamiento mismo.
La opinión, el conocimiento inmediato, sensible, el pensamiento animista y sustancialista son todos obstáculos cuya superación implica una verdadera ruptura epistemológica y no una continuidad entre el conocimiento sensible y el conocimiento científico.
Desandar lo andado, reconstruir las modalidades del    pensamiento que condujeron a la psiquiatría tradicional, a la psiquiatría clásica y dieron lugar a los grandes cuadros psicopatológicos; antes de preguntarnos por los métodos para acceder al dominio de un fenómeno, es imprescindible plantearse con qué palabras está definido el fenómeno mismo.
Desde dónde es pensado no es indiferente para la representación que del mismo nos hagamos.
No es lo mismo partir del Yo como heredero de la Razón y trabajar contra lo patológico, estableciendo una alianza terapéutica con el mismo que entenderlo como un obstáculo a vencer en el transcurso del tratamiento, en tanto su función específica tiene que ver con la resistencia.
Este recorrido no tiene otro objetivo que despejar los prejuicios que impregnan habitualmente los conocimientos adquiridos.
La idea de partir del cero para fundar y acrecentar sus bienes, no puede surgir sino en culturas de simple yuxtaposición, en las que todo hecho conocido es inmediatamente una riqueza. Mas frente al misterio de lo real el alma no puede, por decreto, torturarse ingenua, es entonces imposible hacer, de golpe, tabla rasa de los conocimientos usuales. Frente a lo real, lo que cree saberse claramente ofusca lo que debiera saberse.
Cuando se presenta ante la cultura científica, el espíritu jamás es joven.
Hasta es muy viejo, pues tiene la edad de los prejuicios, tener acceso a la ciencia es rejuvenecer espiritualmente, es aceptar una mutación brusca que ha de contradecir a un pasado…” y sigue una dirección de arriba abajo, desde el saber a la ignorancia del profesor a sus alumnos. Y en lugar de descubrir a la mirada, es el arte de demostrar mostrando.
Foulcault cita en el “Nacimiento de la clínica”, a M. Petit en “Elege de Desault”: “Ante los ojos de sus oyentes hacia traer los enfermos más gravemente afectados, clasificaba sus enfermedades, analizaba las características de cada una de ellas, trazaba la conducta a seguir, practicaba las operaciones necesarias, daba cuenta de sus procedimientos y sus motivos, ilustraba cada día los cambios acaecidos y presentaba en seguida el estado de las partes después de la curación.
Es posible rastrear, detrás de la intención didáctica, el reto que se acepta y que tiene en los alumnos a un jurado futuro. La naturaleza dirá en última instancia si la descripción era correcta. Se enfrenta la palabra sabia que designa y la naturaleza que posee su propio lenguaje. Los errores suelen resultar más útiles que los aciertos por cuanto son la fuente de nuevos conocimientos. Y la crónica de las comprobaciones tienen una forma mixta: árbitro y neutro. Pero aun el siglo XVIII había hallado el modo de darle a ese lenguaje, ni la gramática no la forma del discurso científico.




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